16/2/11

Ébano, de Kapuscinski


Kapuscinski parece sesudo, pero no. Es periodista: observa las cosas con curiosidad diletante y las cuenta con intención de interesar. Hace todo tan bien que consigue que cada capítulo de Ébano sea un reportaje que explica regiones remotas y culturas desconocidas con sus vivencias personales y nuestros temas universales. "El ejemplo perfecto de cómo deben mezclarse información, filosofía e historia".

Kapuscinski dice de África que "en la realidad, y salvo por el nombre geográfico, no existe. Es un océano, un planeta aparte, todo un cosmos heterogéneo y de una riqueza extraordinaria". Pero a nuestros ojos ignorantes se les antojan similitudes de unos pasajes a otros, de unos países, artificialmente divididos, a otros: creen conocer África, con sus distinciones étnicas, su estructura de clanes e incluso su complejo de inferioridad, a través de, pongamos, Mali.

Kapuscinski dedica un capítulo-reportaje a un viaje en tren entre Dakar y Bamako, en compañía de una pareja de escoceses de “tez clara, que en África da la impresión de transparente” y Madame Diuf, “una mujer corpulenta y enérgica, ataviada con un bou-bou (vestido del lugar, largo hasta los tobillos) amplio, bullón y de colores chillones”.

El relato pasa por un mercado montado en plenas vías y desmontado a toda prisa para no ser arrollado por el tren; se interrumpe para la oración; explica la ilusión de paz y agua puesta en las ciudades y la proliferación de “bidonvilles”; habla de la gallina de los huevos de oro que se considera a un blanco y de la cultura del intercambio, hasta en el matrimonio; plantea dudas y lanza reflexiones como mazos.
“Estoy pensando en el sino de sus habitantes. En lo provisional de su existencia, en las preguntas acerca de su finalidad y sentido, preguntas que, por lo demás, tampoco plantean a nadie, ni siquiera a sí mismos. Si el camión no trae comida, morirán de hambre. Si la cisterna no trae agua, morirán de sed. No tienen para qué ir a la ciudad, y en cuanto al campo, no tienen por qué volver. No cultivan nada, no crían nada, no producen nada. Tampoco estudian. No tienen una dirección, ni dinero, ni documentación. Todos han perdido sus casas; muchos, a sus familias. No tienen a quién acudir para quejarse ni a nadie de quién esperar algo”.
Menos mal que da también razones para alegrarse.
“Madame Diuf había hecho compras en todas las estaciones. El compartimento estaba lleno a rebosar de naranjas, sandías, papayas e, incluso, uva. Yo había perdido mi asiento por completo. (…) Contemplando a Madame Diuf, su omnipresencia, su dinámico reinado, su monopolio y su poder absoluto e incuestionable, me di cuenta de hasta qué punto África había cambiado. Me acordé de un viaje que había hecho años atrás con el mismo tren. En aquella ocasión estaba solo en el compartimento: nadie osaba turbar la paz y limitar la comodidad de un europeo. Y ahora la propietaria de un puesto de mercado en Bamako, dueña y señora de esta tierra, sin que le temblase un párpado, había arrinconado y echaba del compartimento a tres europeos”.
Foto obra de Fatim