
África fue un mapa de mapas: una silueta cortada con escuadra y cartabón y repartida entre los mejores postores. Hoy, también lo es.
“Estoy pensando en el sino de sus habitantes. En lo provisional de su existencia, en las preguntas acerca de su finalidad y sentido, preguntas que, por lo demás, tampoco plantean a nadie, ni siquiera a sí mismos. Si el camión no trae comida, morirán de hambre. Si la cisterna no trae agua, morirán de sed. No tienen para qué ir a la ciudad, y en cuanto al campo, no tienen por qué volver. No cultivan nada, no crían nada, no producen nada. Tampoco estudian. No tienen una dirección, ni dinero, ni documentación. Todos han perdido sus casas; muchos, a sus familias. No tienen a quién acudir para quejarse ni a nadie de quién esperar algo”.Menos mal que da también razones para alegrarse.
“Madame Diuf había hecho compras en todas las estaciones. El compartimento estaba lleno a rebosar de naranjas, sandías, papayas e, incluso, uva. Yo había perdido mi asiento por completo. (…) Contemplando a Madame Diuf, su omnipresencia, su dinámico reinado, su monopolio y su poder absoluto e incuestionable, me di cuenta de hasta qué punto África había cambiado. Me acordé de un viaje que había hecho años atrás con el mismo tren. En aquella ocasión estaba solo en el compartimento: nadie osaba turbar la paz y limitar la comodidad de un europeo. Y ahora la propietaria de un puesto de mercado en Bamako, dueña y señora de esta tierra, sin que le temblase un párpado, había arrinconado y echaba del compartimento a tres europeos”.